miércoles, 2 de septiembre de 2009

Kevin Warwick: ¡Quiero ser un ciborg!

Está tan fascinado por los robots que vaticina que a no mucho tardar todos llevaremos circuitos integrados en el cuerpo. Este profesor de cibernética ya se ha implantado varios dispositivos, ha conectado su sistema nervioso con el de su esposa y casi convence a la periodista Cristina Sáez.

A Kevin Warwick no le cabe la menor duda: en un futuro no muy lejano todos llevaremos microchips implantados en nuestro organismo. Con ellos podremos explicar sin palabras nuestros sentimientos, recuerdos o ideas. Seremos capaces de comunicarnos mejor con nuestra pareja; adiós a las broncas por malentendidos. También aprenderemos un nuevo idioma en cuestión de horas, aumentaremos hasta límites increíbles nuestra virtud para almacenar datos en la memoria y podremos enchufarnos directamente al ordenador para bajarnos la información que necesitemos o actualizar nuestro cerebro. Warwick es profesor de cibernética de la Universidad de Reading, en Inglaterra, y la mayor pasión de su vida son los robots. Lleva más de 15 años investigando cómo compensar nuestras limitaciones y potenciar nuestras habilidades mediante el implante de un entresijo de chips. Incluso se ha utilizado a sí mismo como conejillo de indias para convertirse en protagonista de algunos de los experimentos más revolucionarios en esta área de la ciencia. De hecho, hace 11 años se convirtió en el primer hombre-máquina.

–Quiero ser un ciborg. ¿Puedo?
–¡Claro! No sería la primera. Cada semana vienen a mi laboratorio entre 10 y 12 personas que desean entrar a formar parte de mi investigación. Me piden que les haga un implante, quieren experimentar.

–¿Y qué hay que hacer?
–No es sencillo. Hay muchas consideraciones éticas a tener en cuenta. De hecho, todas y cada una de las cosas que hacemos requie ren la aprobación de un comité ético. Algunas personas acuden a mí para que las ayude porque sufren una enfermedad y creen que un chip lo solucionará. A veces también nos visita gente con problemas mentales que cree que alguien le ha implantado un chip que la está volviendo loca y quiere que yo averigüe dónde está y quién ha sido. Una ilusión.

–En 1998 usted se convirtió en el primer ciborg de la historia.
–Sí, me implanté un chip en el antebrazo.

–¿Para qué servía?
–Para cosas muy sencillas, como identificaciones. Era un transmisor de radiofrecuencia con el que controlaba las puertas, las luces y la temperatura del pasillo y los despachos del departamento.

–No le veo demasiada utilidad.
–¡Pues la tiene! Por ejemplo, para personas discapacitadas o epilépticas. Los ciberimplantes pueden contener información sobre la medicación que necesitan estos últimos, de manera que, si sufren un ataque, el médico de urgencias podrá saber qué tratamiento seguir. En 2000 me implanté en la muñeca un artefacto bastante más complicado que el mencionado chip. Tenía más de un centenar de electrodos conectados a mis nervios, y con el podía controlar una mano robótica a distancia que reproducía mis movimientos. Hay muchas más aplicaciones; hace poco me implanté un electrodo que unía mi sistema nervioso a un ordenador.

–También logró convencer a su mujer para que se pusiera uno.
–El objetivo era enlazar nuestros sistemas nerviosos eléctricamente, y eso es lo que hicimos. ¡Nadie antes lo había conseguido! Fuimos capaces de llevar a cabo una forma muy básica de comunicación telegráfica, de un sistema nervioso a otro.

–¿Qué sentían?
–Cuando ella movía una mano, mi cerebro recibía un impulso eléctrico y reconocía que mi mujer me estaba enviando una señal. Nuestros cerebros se pueden adaptar, son aparatos sumamente inteligentes capaces de interpretar correctamente lo que pasa. Ella movía su mano y yo podía contar uno, dos o tres impulsos. De acuerdo, era una forma muy básica de comunicación, pero era directa, de cerebro a cerebro.

–¿A qué viene su empeño de convertirse en un ciborg?
–Quiero serlo por dos motivos. Por un lado, tengo un interés meramente científico. Quiero probar hasta dónde puede emplearse la tecnología para ayudar a las personas con discapacidades. Me gustaría que los que padecen parálisis parcial fueran capaces, por ejemplo, de conducir con el pensamiento. Por otro lado, y quizás sea esa la razón principal, se trata de darnos cuenta de lo pobres que somos los humanos mentalmente y de cómo podemos aprovechar la tecnología para mejorar nuestras habilidades cerebrales.

–¿Tan limitados somos?
–¡Muchísimo! Apenas percibimos un 5% de las señales que nos rodean. La vista es el mejor de nuestros sentidos e incluso así está muy limitada en el espectro de frecuencias. En cambio, utilizando la tecnología podemos ver luz infrarroja, ultravioleta, rayos X... Además, con ella somos capaces de recibir diferentes inputs sensoriales a la vez, de manera que conseguimos una comprensión mucho más compleja y completa del mundo en el que vivimos. Pensemos ahora en nuestra memoria, que es sumamente pobre en comparación con la de un ordenador, o en nuestro sistema de comunicación. ¡Nos debería dar vergüenza! Sin lugar a dudas, el de las máquinas es mucho mejor.

–¿Y si nuestros cerebros se colapsan con tanta información? Quizá no estén preparados para asimilar toda esa cantidad de datos extra.
–Nuestros cerebros son muy plásticos y se adaptan para asumir nuevas situaciones. Podemos exigirles más y desafiarles, incluso aunque seamos mayores. Vivimos en un mundo tecnológico en el que las máquinas se comunican de una forma mucho más rica, compleja y eficiente que nosotros; es lo que sucede con internet. Los humanos ya hemos entrado en contacto con esas potentes redes y nuestros cerebros ya han entendido –aunque de forma pasiva– las nuevas posibilidades de comunicación. Por eso, cuando les das la oportunidad de mejorar, se adaptan y aceptan el reto. ¿Cuánto pueden asumir? Esa es la gran pregunta. Quizás si los forzamos demasiado podemos dañarlos, aunque sólo hay una forma de averiguarlo.

–¿Cómo contribuirá la tecnología a mejorar nuestro sistema de comunicación?
–Pensemos en lo que contienen nuestros cerebros: ideas, recuerdos, colores, imágenes, sueños, etc. Después, reflexionemos sobre cómo comunicamos todo eso a las demás personas. Lo cierto es que no podemos verbalizar todas las señales complejas que hay en nuestra mente. ¡No somos capaces de transmitir todos esos datos a través del discurso! El lenguaje lanza mensajes codificados que guardan una información parecida a nuestros pensamientos originales. En cambio, la posibilidad de conectar directamente nuestro cerebro con el de otra persona y enviarle señales, o mandarlas a un ordenador, abre muchas nuevas posibilidades de comunicación. Y no sólo en términos de lenguaje, sino también de colores, imágenes, conceptos, pensamientos abstractos, sentimientos, emociones... Seremos capaces de comunicarnos en un sentido mucho más amplio y rico del que conocemos ahora.

–¿Nos resultará más fácil entendernos? ¿Evitaremos más de una discusión por malos entendidos?
–Se producen muchos desencuentros incluso en parejas que llevan unidas muchos años y que se conocen muy bien. Aún tienen problemas de entendimiento. Uno dice una cosa, el otro la interpreta al revés y se enfadan. Pero si emites un mensaje simple y lo pones en su contexto, con sus sentimientos y sus diferentes atributos asociados, entonces todo queda mucho más claro. La otra persona lo entiende y te contesta, tú respondes, y así sucesivamente. La riqueza del intercambio de ideas podría dar un verdadero paso de gigante.

–Construiremos una red de cerebros.
–¡Claro! La gran pregunta es hasta qué punto podremos entender las señales sobre los sentimientos y las emociones de otra persona. ¿Lo aprenderemos de forma automática o será necesario un proceso de adaptación? ¡Resulta excitante! Tenemos ante nosotros la oportunidad de unir nuestras formas de pensar.

–¿Y ahora lleva usted algún implante?
–No, tengo que decir que actualmente soy una persona completamente normal. Estoy trabajando en el desarrollo de un implante computerizado cerebral. Intentamos desarrollar un cerebro.

–¿Cómo?
–Extraemos neuronas de embriones de ratas, las cultivamos, las hacemos crecer y las introducimos en un cuerpo de robot. Nuestra investigación trata de crear cerebros biológicos para máquinas. También estamos intentando hacer lo mismo con células nerviosas obtenidas de embriones humanos, de manera que en un futuro podamos tener robots con apariencia y neuronas humanas. El objetivo es investigar enfermedades como el Parkinson o estudiar las partes del cerebro que dejan de funcionar después de un infarto cerebral. También queremos averiguar si podemos ampliar o potenciar nuestra memoria y, además, añadir neuronas nuevas que mejoren nuestras capacidades mentales, lo que supondría un gran avance para combatir enfermedades.

–¿Existe alguna otra aplicación fuera del ámbito de la salud?
–Por supuesto. Los robots podrían estar por toda la casa. Y en lugar de ser meras piezas de tecnología, se convertirán en verdaderos cerebros biológicos a los que podremos tratar como amigos. En el ámbito militar hay aplicaciones inmediatas. Seguramente, en los próximos 15 años los soldados ya no irán a la guerra a perder su vida. Se reemplazarán por robots.

–¿Como en Terminator?
–Probablemente. De hecho, puede que sucedan muchas de las cosas que aparecen en el cine. En este film de ciencia ficción, las máquinas inteligentes deciden que no les gusta lo que hacen los humanos y toman el control de la situación. Y creo, sinceramente, que deberíamos considerar esa posibilidad.

–¡Glups!
–Sí, es cierto. Las películas como Terminator vaticinan un futuro de terror para las personas bajo la tiranía de las máquinas. Pero aún estamos a tiempo de redibujar ese futuro y evitarlo. ¿Cómo? Actualizando nuestras capacidades, ¡convirtiéndonos en ciborgs! No tenemos que dar la oportunidad a las máquinas de que nos traten como quizás les gustaría.

–O sea, que los replicantes de Blade Runner son más que posibles.
–Muchos de los escenarios surgidos de la ciencia ficción son peligrosos y factibles. Por tanto, es lógico que la gente tenga miedo porque desconoce qué va a pasar. Creo que tenemos que preocuparnos en su justa medida. No podemos decir: “Bah, es sólo una película”. Aunque estamos en nuestro derecho de asustarnos, tenemos que enfrentarnos a ese futuro potencial. Aún así, para mí resulta superexcitante, porque también podemos valorar las muchas posibilidades beneficiosas de los ciborgs: ayudar a la gente con discapacidades, permitirles llevar una vida normal y mejorar nuestra comunicación.

–Hace un par de años, cuando desapareció la pequeña Madeleine McCann de un hotel del Algarve portugués, usted propuso implantar un chip a los niños. Una idea que fue muy polémica.
–Cierto, a las asociaciones de derechos de la infancia no les hizo demasiada gracia. Aunque creo, sinceramente, que hay un montón de padres a los que les gustaría tener esa opción. Se podría colocar un chip en el niño que proporcionara una cobertura razonable e indicara a los padres dónde está. Puede resultar muy útil en el caso de que el crío se pierda o lo secuestren, aunque también comporta muchas cuestiones éticas. ¿Es lícito que los padres sepan dónde está su hijo todo el tiempo?

–En una discoteca de Barcelona, los clientes se pueden poner un chip que funciona como una especie de tarjeta de crédito que va acumulando el importe de las bebidas que ingieren sus portadores.
–¡Sí, lo he oído! ¡Es fantástico! Espero que me hagan miembro de honor gratis. Me encantaría que me enviaran una invitación especial por ser un ciborg. La idea me parece muy interesante. Nunca antes pensé que los implantes pudieran servir para propósitos sociales, y menos para salir de marcha a un club nocturno.

De Muyinteresante.es

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